En tiempos de pandemia global, en que por desgracia tenemos poco más que hacer que atrincherarnos en el sofá, el estreno de una serie en una plataforma podría haber reforzado aún más la audiencia del producto. Pero para La casa de papel el contexto actual es circunstancial y anecdótico. Aunque hubiesen estrenado la cuarta temporada antes de la cuarentena, cuando aún podíamos pasar una noche en el bar tomando cervezas, sus episodios habrían sido igualmente los más vistos de Netflix. La creación de Álex Pina continúa siendo un fenómeno global arrollador, un éxito afianzado en su concepto de ser “perfecta para un maratón” tras cambiar de su rutina de emisión semanal en Antena 3 a las plataformas.

Pero la cuarta parte de esta serie —la número dos dentro del segundo atraco— arrastra la fatiga que la fórmula anunciaba en la temporada anterior, ahora ya hasta una decadencia dolorosa. La casa de papel es una serie que se debería cerrar cuanto antes —o sufrir un cambio radical— si no quiere que sus infinitos fans pierdan el bonito recuerdo del primer atraco. Tanto los creadores como la propia Netflix tienen ya suficiente caché como para crear algo nuevo y volver a enganchar a todo el mundo, para volver a hacer historia de la televisión.

Nos situamos tras el impactante cliffhanger de la tercera temporada: Nairobi ha recibido un tiro en el pecho, lo que ha contribuido a exacerbar aún más a los combatientes de la guerra entre atracadores y Estado. Tras ese fatídico momento se llega a un acuerdo de tregua. Este hecho es el artífice de que uno tenga la sensación de que esta temporada tiene una cantidad de relleno desorbitada. Si hay algo que La casa de papel no necesita son treguas, momentos de calma. La falta de acción hace mella en una serie que se obstina en agarrarse a las rimas entre pasado y presente, entre la vida antes del atraco y de cómo ya anunciaban los conflictos que presenciamos durante este.

La cuarta parte escarba con fuerza en las construcciones de los personajes para así entretejer tensiones y subtramas nuevas, pero que terminan siendo algo exageradas, incoherentes. Además de las incongruencias de Palermo, el caso más paradigmático es el de Arturito. Su personaje en esta cuarta temporada sufre un giro que es quizás uno de los más desquiciados que uno recuerda. Esto parece deberse a que los creadores no han encontrado aún la forma de ensamblar la estructura del serial televisivo con la simple película de atracos. Ese intento de volver a caracterizar a los personajes en vez de dejarles estáticos lastra el desarrollo de una serie que pide a gritos más acción y menos drama.

Sobre todo, porque las pocas desventuras tramadas con gusto padecen de la explicativa y azucarada voz del personaje de Tokio, que se encarga de poner en palabras con una falsa profundidad lo que el espectador ya puede entrever con las imágenes. Ejemplo de esto es el luto que padece El Profesor en un momento dado, con un Sergio Martín que cuenta frente a la cámara cómo se siente a través de su actitud, pero cuya actuación queda relegada a lo estéril por culpa del uso de la voz en off. De algún modo y rizando el rizo, los creadores nos tratan “como a un 600”, no como un Maserati; es decir, nos lo explican todo dos veces por si no nos fuéramos a enterar.

El motivo de estos recursos de puesta en escena no es otro que la búsqueda del ritmo frenético y de la estimulación constante. Encontramos también en La casa de papel una planificación rutinaria de las imágenes, con un abuso del primer plano y del zoom dramático que no hacen otra cosa que quitarle cualquier tipo de sutileza a lo que se está contando, y que parecen corresponder a la voluntad de serie “para un maratón” desde la que está concebida. La interpretación de lo que ocurre en pantalla no la hace el espectador: ya viene mascada. Si esta realización ya existía en las anteriores temporadas, en esta cuarta parte se acentúa más porque se echa mucho de menos la lucha contra el reloj, el falso tiempo real. Era un recurso que no solo funcionaba a la perfección en las primeras temporadas, sino que sustentaba la narrativa de la serie. Ya que hay un reciclaje indisimulado de la estructura del atraco a la Fábrica de moneda y timbre, es una lástima que no hayan querido recuperar ese aspecto.

En La casa de papel existe además una búsqueda tenaz del esteticismo estéril y posmoderno. La falta de profundidad y lirismo de la serie, lo cual no es en ningún momento un problema en sí, trata de paliarse de las formas más burdas posibles. Desde lo audiovisual, esta tendencia se induce en el modo en que se conciben los numerosos interludios musicales. La intención es estilizar mediante canciones pop imágenes quizás impactantes: se trata de encontrar en la acción una poesía que no tiene por qué existir. Y desde la palabra, los actores se recitan entre sí multitud de comparaciones toscas y zafias que de algún modo deberían ir hasta lo profundo y lo romántico —“eres un Maserati, no te quedes con alguien que te trate como un 600”—, pero que no hacen otra cosa que mostrar la tendencia de los creadores a tomarse demasiado en serio a sí mismos. El divertimento se atora cuando las subtramas tienden al moralismo y al cliché.

Se echa en falta también una mayor explotación y exploración del contexto social en que se lleva a cabo la acción. En numerosas ocasiones vemos que hay una multitud de manifestantes apoyando a los atracadores, pero en ningún momento se nos explica el por qué de ello. Se intuye el fuerte papel de la cobertura mediática —encabezada aquí por el televisivo Ferreras—, pero nunca se termina de desarrollar. Pese a todo, una vez la mayoría de los personajes —y los espectadores— han sufrido su dosis innecesaria de crisis y catarsis, La casa de papel despega con mucha fuerza en sus últimos episodios. Los complicadísimos planes de El profesor recuperan la esencia de la serie y hacen que la acción vuelva a desarrollarse de la misma forma absorbente en que lo hacía en el primer atraco. A partir de los personajes de Gandía y de Lisboa, el saqueo vuelve al fin a ponerse en primer plano, y uno no puede hacer otra cosa que rendirse ante el verdadero carácter de La casa de papel: sorprender una y otra vez en cómo el grupo de asaltadores desarrolla su particular Misión Imposible.